No sé si merece la pena insistir en que la situación política de Argelia es muy diferente a la de los otros países del norte de África. Cuando expreso mi opinión a argelinos residentes en el extranjero y éstos ponen en duda mi percepción, difícilmente puedo aspirar a que me crean quienes nunca han puesto un pie en el país.
Lo veo con los medios de comunicación. Resulto fácilmente localizable y son infinidad los periódicos y emisoras de radio que me han llamado o escrito para recibir un testimonio de primera mano de lo que ocurre en Argelia. Me imagino que muchos de ellos acaban decepcionados porque no les cuento nada sobre sublevación popular, muertos en las calles, trincheras, tiros de bala o quema de edificios. A cambio, acoto los efectos de las manifestaciones de cada sábado, explico la normalidad con la que se sigue desarrollando la vida ciudadana, reitero la sensación de vivir bajo un régimen policial y les digo que en Argelia no creo que llegue a pasar nada corto plazo, porque el poder está ya sustentado en una base social sólida.
Sin embargo, la realidad es esa. Mientras que durante muchos años se ha dicho que en Argelia el presidente de turno era una simple marioneta de los militares, ahora es impensable un golpe militar que acabara con el régimen. Porque, en unas circunstancias de ese tipo, es cuando precisamente la población se rebelaría. Ahora, lo único que hay es el efecto contagio de las revueltas de otros países, fundamentalmente de Túnez, para la minoría que en Europa se denominaría antisistema y los que yo aquí definiría como de mayor conciencia política.
El presidente argelino es un político excepcional. Desde muy joven demostró unas dotes que le llevaron a ser un referente de los que entonces se denominaban Países No Alineados. Después de purgar unos años en el exilio por corrupción, en su rehabilitación política ha confirmado la talla de estadista.
Para quienes esperaran el chiste fácil de relacionar su talla política y su escasa estatura física, hago un inciso y explico que el término talla, en castellano, viene de tallar, que es cortar; y no de medir.
El presidente argelino ha sabido darle el toque populista a su presidencia que va con lo que desea una buena parte de la población, algo con lo que personalmente discrepo y que veo contrario a la cultura y a los valores democráticos en la que he crecido, pero sólo soy un observador extranjero y, como suele decirse, nadie me ha dado vela en este entierro. ¿Un ejemplo? Pocos se creen los porcentajes de participación de la última reelección, casi plebiscitaria, de Bouteflika, unas elecciones que antes se llamaban “a la búlgara” y en las que tuvo que cambiar la constitución del país para poder presentarse. Sin embargo, se acepta como mal menor, porque se tiene la sensación de que detrás de Bouteflika lo que hay es el abismo.
Esa es la única incertidumbre real en Argelia. La mayoría de la población, cuando se queja, lo hace del gobierno, no del régimen. Ya tuvieron una mala experiencia hace algo más de veinte años y no van a acelerar un proceso que de forma natural se tendrá que producir. Eso permite a las autoridades jugar con el tiempo para la toma de decisiones sociales. La consigna ahora es ceder antes de arriesgarse a un enrarecimiento del clima social. Así es como se ha llegado al levantamiento del estado de urgencia nacional, que era el último vestigio normativo de lo que llaman el decenio negro.
Resumiendo, salvo que falleciera Bouteflika y se abriera de forma cruda el proceso de sucesión, Argelia es en mi opinión el país del norte de África que presenta un menor riesgo de inestabilidad social y política.
Tenía pendiente ofrecer este comentario para todos los que me preguntan cómo está la situación en Argelia. Y parafraseando a Don Sabino Fernández-Campo, cuando hace exactamente treinta años dejó una frase para la posteridad, aquí, en Argelia, el levantamiento popular contra el gobierno, ni está ni se le espera.
Tenía ganas de comentar lo ocurrido en Libia con la repatriación de los españoles en general y de los empleados del Estado español en particular. Es llamativo que en el aeropuerto de Barajas estuviera Brufau, presidente de Repsol, para recibir a su gente, mientras que para 25 empleados públicos que habían conseguido ser repatriados por ese avión no estaba ni el Presidente del Gobierno ni la Ministra de Asuntos Exteriores, la misma que decía un día antes que su Ministerio se estaba planteando la posibilidad de repatriar a los españoles y no fue capaz de hacer despegar un avión de España hasta después de la medianoche del ya día 23 de febrero.
Se ha centrado en la figura del Embajador de España en Libia la situación de indefensión, pero es un mero ejecutor de consignas que está acostumbrado a vivir muy bien, muy seguro en una mansión que pagamos entre todos, y perder la referencia de que no está al servicio del Ministro de asuntos Exteriores, sino a sus órdenes, porque al servicio de quien está es de los españoles. Llegada una situación similar, supongo que en Argelia ocurriría más de lo mismo. Tras el atentado que sufrimos de Al Qaeda el 11 de diciembre de 2007, el Embajador acudió casi inmediatamente al lugar para ver los daños físicos y materiales sufridos. A partir de ahí, supongo que siguiendo instrucciones superiores que consideraron que había que negar la evidencia de haber sido víctima de un atentado, ni la menor referencia. Más aún, tengo un documento en el que oficialmente se me dice que la Embajada de España en Argel niega los hechos, seguramente para refrendar la teoría de los daños colaterales. Estuve de baja laboral durante una larga temporada y aún continúo bajo tratamiento médico (creo que ya por muy poco tiempo). Pero, desde entonces, ni el anterior Embajador ni el actual me han preguntado ni una sola vez por el tema, para interesarse por la salud de alguien que la ha perdido trabajando para un servicio en el que él está al frente. Así que de vez en cuando lo recuerdo en este blog.
Los que estamos trabajando en Argel vemos la situación real y estamos muy tranquilos. Unas más que otros, porque no todo el mundo tiene acceso a la misma información ni la procesa de forma idéntica. Pero todos tenemos familia en España, que en la distancia piensan que estamos sentados encima de un polvorín a punto de estallar. Les cuentas que las manifestaciones son de mucha menor escala de las que se han podido vivir en Bilbao, Vigo, Cádiz o hace unas semanas en Murcia. Y nadie pensó en abandonar España. Aún así, la familia, como es natural, insiste y pregunta:
- ¿Y ahí que os dicen de la Embajada?
- Nada. Los fines de semana que no salgamos de casa.
- ¿Por si hay tiros?
- No, es que no dicen nada. No ha venido ni una sola vez ni el Embajador ni el Agregado del Ministerio del Interior ni el Cónsul para decir cómo ven la situación del país y hacer una valoración del riesgo. Ni tampoco para que sintamos que, si un día pasa algo, estamos en buenas manos.
Seguro que no soy el único que, ante una emergencia, se fía más de sus dotes de superviviente, luego de sus contactos locales, después de la infraestructura ante situaciones de emergencia de otros países desarrollados y, en cuarto lugar, de nuestra legación diplomática y los inútiles que desde Madrid mueven los hilos.
La seguridad es sobre todo una percepción. Más que estar seguros, nos sentimos seguros. Y los que están al frente no hacen todo lo que deberían hacer para que esa sensación nos alcance. Cuando decía antes que el Embajador no me ha preguntado jamás por mi recuperación tras el atentado sufrido trabajando para la Embajada, no es porque desconozca los hechos, sino porque no le importo yo más allá de la repercusión mediática que pudieran tener mis comentarios. Y ya saben los que me siguen lo mal que no se me digan las cosas de frente para acabar enterándome por terceros.
Como tantas otras veces, dejo el tema sin agotar y pendiente de contar un par de ejemplos bien significativos.