Todos los años, cuando llegan las Navidades, leo anuncios publicitarios que ofertan viajes para pasar el fin de año en el desierto del Sahara. Y siempre me viene a la cabeza la idea de lo poco convenientes de las fechas y lo escasamente atractiva que me resulta el plan.
La vida en el desierto se mueve al ritmo que marca el sol. No existe luz eléctrica, aspecto que condiciona las actividades que pueden llevarse a cabo tras el ocaso. En verano hay muchas horas de luz y anochece relativamente tarde, pero a finales de diciembre se hace de noche a las cinco. A partir de ese momento la vida se limita a las reuniones alrededor de un fuego y con una taza de té en la mano. Algo realmente bonito, que se disfruta muy sinceramente y que al menos una vez en la vida conviene compartir. Los tuareg, la gente del desierto en general, son buenos conversadores y saben hacer que esas largas veladas alrededor del fuego resulten amenas y divertidas. Cuando hay extranjeros en el grupo aprovechan para entonar canciones, tocar algún instrumento y darle un toque intimista y romántico que suele hacer las delicias de las turistas de sexo femenino. No sé si tendré hormonas femeninas, pero he de confesar que ese ambiente de romanticismo me ha envuelto más de una vez, sin que por ello sienta ningún atractivo físico por los hombres (ni del desierto ni de ningún otro lugar).
Explicada así la parte más agradable de las veladas en el desierto (bien abrigados, puesto que el descenso continuo de la temperatura desde el momento que se pone el sol es espectacular), creo que será más fácil comprender mis sensaciones cuando trato de imaginar uno de esos viajes al desierto en Navidades. Me sitúo en la primera noche y la novedad del fuego y de los tres tés. Pienso en la segunda noche, casi idéntica. En la tercera. En la cuarta… Son veladas que pueden alargarse desde las cinco de la tarde hasta las nueve o diez de la noche. Y, cuando ya estás un poco harto de tantas noches alrededor del fuego, llega la noche de fin de año. Como todas las noches empiezan a ser iguales, ya piensas en acostarte antes para recuperar parte del sueño que sin darte cuenta has acumulado, porque con tantas nuevas sensaciones la adrenalina te mantenía al principio alerta. Pero, precisamente ahora, llega Nochevieja y hay que estar en vela hasta más allá de la medianoche. Conoces casi de memoria las cientos de estrellas del firmamento, que luego añorarás cuando regreses a la civilización; las canciones comienzan a sonar todas parecidas; ya has hecho todas las preguntas sobre su familia, la vida de las mujeres en el desierto, el Islam, sus tradiciones y las anécdotas acumuladas tras años llevando grupos de turistas; Morfeo comienza a ganar la partida. Hasta se echa un poco de menos preparar las uvas, como cada año, y se deja un espacio a la nostalgia para pensar en tantos amigos y familiares que en ese mismo momento pueden estar viendo las mismas estrellas, o al menos la misma luna.
Sí, ésa, precisamente ésa, es la parte menos romántica que me imagino en los viajes al desierto por Navidad.
Todos los que me leen saben que soy un sentimental; quiero decir, que me dejo embriagar por mis sentimientos. Siempre pensé que dejar transcurrir una fecha de significación especial en el desierto es algo que debería hacer al menos una vez en mi vida. Por eso, cuando vi que en este año 2010 mi cumpleaños caía en fin de semana y que además iba a contar con un día de descanso, insuficiente para irme a Bilbao pero no para viajar fuera de Argel, empecé a darle vueltas a la cabeza. Había pensado en Taghit, cerca de Bechar, el único lugar que conozco en el desierto del Sahara que en la realidad se parece a los oasis de las películas. Sin embargo, al poco tiempo un amigo del trabajo me sugirió pasar esos días en Timimoun, lugar más civilizado pero que cuenta con dunas en sus alrededores. Sólo cuando esta idea no salió adelante, por problemas con los horarios de los vuelos, pensé en Bou Saada.
Una estancia en Bou Saada tiene muy poco que ver en el siglo XXI con el clásico y romántico viaje al Sahara. Fue en su día punto de salida de las caravanas que atravesaban el desierto, pero el mercado de camellos desapareció hace muchísimos años. Ahora son camiones los que atraviesan el desierto por las carreteras, que han sustituidos los restos de fogatas nocturnas por neumáticos destrozados en los arcenes. Las postas de antaño no existen y los turistas buscamos hoteles confortables, en los que abres el grifo y mana agua fría o caliente, según la voluntad del usuario. En los puestos del mercado no se vende exclusivamente carne seca, legumbres, agua, azúcar y té, como antaño, sino infinidad de productos “made in China”, además de todo lo que se encuentra en cualquier mercado más o menos occidental. En plenas dunas, mientras me sacaba fotografías con mis amigos, estaba respondiendo a llamadas al móvil de mi familia y amigos.
Que la modernidad haya llegado al desierto no significa que no se pueda extraer de él ese gusto a aventura en libertad. También el rally París-Dakar contaba con un sistema GPS para localizar a vehículos extraviados, en un ejercicio de aventura controlada. Y eso es, de alguna forma, lo que buscaba para mi cumpleaños.
lunes, 8 de marzo de 2010
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1 comentario:
He pasado por esa experiencia del fin de año en el Sahara (Marruecos y Túnez, el Gran Erg) en alguna ocasión y la verdad es que lo que resaltas como mayor atractivo, esas charlas alrededor del fuego intercambiando preguntas y respuestas, no las pudimos poner en práctica más que entre nosotros. Ninguno conocíamos el idioma y tan sólo con el guía podíamos entendernos a medias.
El desierto, de día y de noche, es grandioso y por otra parte todo lo que contemplamos por primera vez resulta llamativo y excepcional.
En Argel no he estado todavía, se resisten a organizar rutas por un territorio del que sabemos poco y lo que nos cuentan es cuando menos inquietante.
Un cordial saludo.
(Por cierto, no me ha quedado claro, ¿eres argelino?).
Me vas a disculpar pero cada vez que leo lo de "moderación de comentarios" me recuerda lo de la libertad de expresión.
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