El pasado fin de semana, aprovechando dos días que coleaban de mis vacaciones, hice una escapada a Italia. Estaba buscando alguna disculpa para poder pasar unos días con mi mujer y, como ninguno de los dos conocía Nápoles, allá que nos fuimos a pasar juntos un par de días, con sus correspondientes noches.
Es así como he podido incluir otra ciudad más en la lista de localidades “argelinas” del mundo. Tenía anotados al casco antiguo de Cartagena, las calles populosas de Marsella, casi toda la ciudad de Casablanca y ahora una parte del barrio antiguo de Nápoles, especialmente cuando al anochecer desaparecen los turistas.
No es que las calles estaban sucias y se circulaba por la calzada. Desde luego, no que las mujeres fueran con velos o que se escuchase la llamada a la oración desde la mezquita, que no es así. Es más sutil y diferente. Para empezar, un desequilibrio al anochecer entre el número de hombres y de mujeres que permanecen en la calle, pero en la percepción de que la vida no acaba en el hogar y que se prolonga en el vecindario. Luego, la sensación de que ahí no es la policía la que controla la seguridad, sino que hay una especie de ley del lugar que es mejor no saltarse. En una calle pude ver una “tienda” cuyo negocio era la venta ilegal de tabaco, sin ningún otro producto a la venta que sirviera de tapadera para su acción ilegal de contrabando. Comer una pizza enorme, como en Argel, no cuesta más allá de cuatro euros, que es algo así como la cuarta parte de lo que costaría en España. La gente es simpática, agradable y los vendedores no agobian al turista para conseguir colocarles la mercancía, aunque sin llegar a los extremos de casi pasotismo de Argel, donde a veces hay que insistir al dependiente, casi suplicarle, para que atienda al cliente. Demasiadas similitudes.
Periódicamente es bueno oxigenarse saliendo de Argelia. Además, esta distancia física con mi esposa es algo que llevo fatal, de modo que han resultado unos días muy agradables y satisfactorios en el plano personal. Lo peor del viaje fue, como casi siempre, Air Algérie, que había reprogramado el vuelo de regreso para varias horas más tarde y me tuve que pasar el sábado seis horas deambulando por el aeropuerto de Fiumicino, en lugar de poder pasear por alguno de los muchos rincones encantadores de Roma. Además, para una de las pocas veces que viajo en business class, no existe ni una sala de espera para viajeros de primera clase en el aeropuerto de Roma en la que se acepte a los pasajeros de la compañía aérea argelina. La sala de embarque, al final de la terminal H, era un hangar impresentable. Los que allí esperaban el vuelo tenían pinta de contrabandistas, similares a los que se agolpan en la terminal de ferries de Alicante. Más que una sala de embarque de aeropuerto, me recordaba al patio de una cárcel, así que estaba yo más preocupado por la integridad de mi cartera y pasaporte que por otra cosa. Afortunadamente, encontré al final de aquel hangar otra sala de no mucho mejor aspecto, pero en la que por lo menos los viajeros ofrecían una presencia más normal. Allí permanecimos media docena de personas, incluido el único que no parecía ser argelino, que primero pensé que era español, por llevar en su porta trajes la tarjeta de identificación de equipajes de Iberia, hasta que supe que se trataba del Ministro de Asuntos Exteriores de Perú, que acudía en visita oficial a reunirse con las principales autoridades argelinas. Me imagino que la culpa del cambio de horario estaba precisamente en esa visita, porque al llegar al aeropuerto de Argel le estaba esperando Medelci, su homólogo argelino, que no es de los que adapta su agenda a las vicisitudes de los aviones.
El vuelo de Roma a Argel lo hice justo detrás del Ministro peruano, que se llama igual que yo. Sólo éramos cinco personas viajando en primera clase, incluidos dos técnicos de una conocida empresa italiana y un profesor universitario amigo de la tripulación al que realojaron en primera para pedirle durante el vuelo que hiciera algo para que a la hija del jefe de cabina, que está estudiando en la universidad, le den un trato especial en algo a lo que se ha presentado y que no pude comprender. Y es que yo estaba más bien meditando en la diferencia entre un Ministro de Perú y uno de España, que cuando viaja procura hacerlo rodeado de toda una cohorte de chupones, que no sólo viajan gratis, sino además cobrando..
La anécdota del viaje, con moraleja, me esperaba al recoger las maletas en el aeropuerto de Argel. No había tenido más contacto con el resto del pasaje que el inicial en aquel hangar de Roma y pensaba que estaba viajando en la versión alada de un barco de contrabandistas. Por supuesto, todos argelinos, de piel morena y pelo oscuro. Pero según fueron pasando los minutos y no aparecían las maletas, comprobé que aquellos hombres eran todos italianos, muchos de ellos del sur, trabajadores en su mayoría de un par de empresas. Ahí me di cuenta de que me había guiado por los clichés y arquetipos que tenemos en mente. Los argelinos son en general más altos y con mejor presencia física, salvo por la muy frecuente carencia de una buena parte de las piezas dentales. Pero, por el resto, las diferencias son mínimas.
viernes, 21 de enero de 2011
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