sábado, 22 de enero de 2011

El huevo de la felicidad

En Argelia soy un privilegiado. Mi sueldo, sin alcanzar el de algunos expatriados, es superior al que ganaría en España y, desde luego, nada que ver con lo que gana un argelino medio. No soy una persona que necesite crearse necesidades para sentirse mejor, de modo que vivo en un simple apartamento, tengo un vehículo antiguo, un ordenador de principios de siglo y ni siquiera un lector de DVD o alguno de tantos caprichos tecnológicos que inundan el mercado. Por no tener, hasta fecha reciente no tenía ni televisor.

Un individuo con un buen sueldo y sin apenas necesidades, es sinónimo de no pasar apuros financieros y casi, casi sobrarle el dinero (y así sucedía, hasta que hace poco me casé, claro). En mi caso, la principal ventaja es que no reparo en gastos; lo que me quiero comprar, me lo compro, sin preocuparme de si es más o menos caro, mirando sólo que no me engañen.

Un buen ejemplo son los huevos, un alimento de primera necesidad en la dieta argelina. He localizado algunos sitios en los que venden huevos de gallina de corral, comparativamente muchísimo más caros que los de gallina de jaula, pero nada que no pueda permitirme. La diferencia de gusto es abismal. Además, son realmente huevos de gallina de corral que podríamos denominar “de los de antes”. Para empezar, la cáscara puede ser de diferentes tonalidades, no necesariamente de ese color tierra que ahora inunda el mercado. Hace ya tiempo que en España no veo una cáscara de huevo a la antigua usanza, de color blanco. El consumidor había asumido que la llamada cáscara roja aparenta mejor calidad y la selección genética de los criadores ha hecho el resto. En cambio, en Argelia, si compro una docena de huevos de gallina de corral, me los encontraré blancos, casi transparentes, ligeramente enrojecidos y de ese color que he llamado tierra y que quizás debería definir como color Sahara, en honor a las dunas del desierto argelino. Son todos esos huevos más pequeños, de los que seguramente pone una gallina de modo natural. Y con la yema mucho más roja, posiblemente debido a la alimentación.

Así son mis pequeños caprichos en Argelia, que me permiten disfrutar, sin más pretensiones, de tantos detalles que cada día se me ofrecen. Si mis caprichos consistieran en acudir a grandes hoteles, hacerme socios de clubes deportivos o codearme con gente de dinero, el sueldo no me llagaría para esos excesos y me sentiría frustrado. Pero disfruto y valoro pequeños detalles que tampoco requieren de un enorme dispendio económico, de modo que alcanzo la mejor relación calidad/precio del mercado de la felicidad.

Hace un tiempo, en octubre de 2009, conté aquí ese hermoso cuento de León Tolstoi que conocemos como la fábula de la camisa del hombre feliz. Quien en su momento no leyera esa entrada, puede utilizar el buscador del encabezamiento de esta página para hacerlo.

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