miércoles, 7 de enero de 2009

Hermosa coincidencia

Estamos asistiendo estos días a una serie de coincidencias entre el calendario islámico y el gregoriano que se salen de lo habitual. Hemos asistido hace unos pocos días al final de año de ambos y al comienzo de un nuevo año con una diferencia de sólo tres días. Como ya expliqué recientemente de qué forma se calculan los meses en el calendario musulmán, no me voy a repetir en la explicación

A cambio voy a contar una historia antigua. Es una de tantas aventuras de una época en la que me sucedió casi de todo. Los que me conocen saben que es real. Y todos descubrirán al final por qué la cuento hoy.

Estuve hace unos años en Irak, llevando a un grupo de turistas españoles. El país tenía cerrado su espacio aéreo y la única forma de llegar a Bagdad era por carretera desde Amman, en Jordania. Mil kilómetros de desierto. Tampoco existía turismo desde la Guerra Irán-Irak y la posterior Guerra del Golfo. Las autoridades habían concedido tres únicas autorizaciones de visado colectivo para tres grupos de Alemania, México y España. Yo acababa de salir de una Argelia en guerra civil escondido dentro de un taxi que me llevó hasta Constantina cruzando controles integristas a la búsqueda de militares y extranjeros. De haber sospechado que detrás de mi barba se ocultaba un ciudadano extranjero, habría acabado degollado en una cuneta, pero pude celebrar aquellas Navidades de 1993 en casa. Luego participé en algún programa de radio contando mi odisea. Quizás por eso una agencia de viajes con la que ya colaboraba pensó en mí como la persona que podía llevar aquel grupo de turistas sin mayores problemas. Acepté encantado y todos los que se habían inscrito por diferentes agencias para realizar el viaje con varios mayoristas españoles fueron finalmente agrupados en la agencia que contaba con alguien que llevaría el grupo: yo.

Era un viaje precioso, pero agotador e incómodo, muy alejado de lo que generalmente desea hacer un turista. De hecho, mis clientes eran en buena parte personas que llevaban muchos años deseando viajar a Mesopotamia y Babilonia con una inquietud intelectual relacionada con su actividad profesional y rebasaban la media de edad de los clientes de otro tipo de viajes. Lo explico con un ejemplo muy claro.

Al entrar en Irak era necesario realizarse una prueba de no padecer anticuerpos del SIDA, de no ser xeropositivo. Dado que para las autoridades iraquíes se trataba de una enfermedad de transmisión sexual, lo que decían pretender era que el virtuoso pueblo iraquí no se contagiara por los hábitos promiscuos de los occidentales. Y también daban por supuesto que a partir de una determinada edad la actividad sexual se reduce, como tras los partidos de fútbol televisados, a recordar las mejores jugadas. Ese límite lo establecían en 55 años para los hombres y 45 años para las mujeres. No haré ningún comentario respecto a esta diferencia de trato. Pero la realidad es que con estos límites de edad sólo tuvimos que sufrir la extracción de sangre cuatro personas.

Quienes me conocen saben de mi aversión a un simple pinchazo. Y fue así. Aunque la extracción no era gratuita, había que pagar 50 dólares y esperaban que dejáramos otros 50 dólares de propina para usar material desechable, yo llegué a ofrecer al médico 200 dólares por evitar la extracción, para que hiciera la prueba con su propia sangre. Cuanto más insistía yo y más histérico me ponía, el médico se iba convenciendo en mayor grado de que estaba ante un caso de xeropositivo que no quería ser descubierto. No recuerdo mucho más, porque me acabó dando una bajada de tensión y las ocho horas siguientes de viaje en autobús me las pasé semiinconsciente, con los viajeros que se turnaban para abanicarme y humedecerme los labios.

Pero regreso a la historia que estaba contando. En un par de semanas recorrimos casi todo el país de Sadam Hussein, desde Mosul y el Kurdistán hasta Basora y la frontera con Irán y Kuwait. Un día fuimos a Kerbala, lugar de peregrinaje en cuya mezquita principal se encuentra el mausoleo del imán Huseín, que fue asesinado junto a buena parte de los Omeyas por los partidarios del sunismo. Estuvimos viendo los alrededores, pero a la mezquita no se podía entrar si no se era musulmán. Finalmente las autoridades policiales nos dejaron acercarnos a negociar con los responsables de la mezquita, aunque bajo la advertencia de que una vez dentro no nos garantizaban ya la seguridad, porque la guerra con Irán estaba muy reciente y muchos chiítas iraquíes apoyaban al régimen de los ayatollahs. Para la policía local, aquel era un lugar de histeria colectiva. Sin embargo, el imán de la mezquita fue muy correcto y explicó que todo eso no era sino la propaganda del gobierno, que podíamos acceder al patio circundante a condición de que las mujeres no mostraran el rostro ni el pelo, que todos guardáramos el debido respeto y que no nos acercáramos a los accesos al mausoleo, donde sólo pueden entrar los musulmanes que acuden puros, porque es el lugar exacto en el que el imán fue decapitado y para los chíitas tiene el valor de ser un lugar santo equivalente a la Kabaa, por ejemplo.

Todos sabemos que alcanzar a disfrutar de lo prohibido genera una subida de adrenalina que no pude sustraerme a experimentar en aquella ocasión. En aquella época yo llevaba barba y físicamente podía pasar por uno más de aquellos fieles que se acercaban como posesos a tratar de tocar las verjas, dejar un donativo y rezar, al tiempo que daban una vuelta alrededor del mausoleo. Algunas mujeres lanzaban incluso gritos desgarradores de dolor, algo que me sorprendió extraordinariamente, porque el finado llevaba ya catorce siglos muerto y era un simple ejercicio de plañideras. Y allí estaba yo, haciendo puro teatro, porque mientras estiraba también el brazo para acercarme al cuerpo no dejaba de mover los ojos en todas las direcciones para observarlo todo. Me comentaron que va gente a autolesionarse, pero yo no vi ningún caso.

Cuando salí, el resto del grupo me preguntó qué es lo que se encontraba en el interior. Al explicárselo, tres de las mujeres decidieron que ellas también tenían que entrar. Y entraron. Yo les seguí aterrado. Nos habían dicho que respetáramos las normas del lugar y a aquellas “hermanas”, que con las túnicas se veían a sí mismas idénticas al resto de mujeres de la mezquita, se les notaba de lejos que no sabían comportarse en sus gestos y andares como las otras iraquíes. En el momento de salir hubo dos personas que las abordaron y me acerqué. Entonces me dijeron que mis hermanas, usaron todo el tiempo esa denominación hacia ellas, eran impuras y habían profanado un lugar santo y que debían establecer un castigo. Se acercó más gente y curiosamente mantuvieron la discusión en inglés. He de decir que el nivel de conocimiento del inglés en Irak era escaso y sólo en esa ocasión y en otra que nos reunimos con la comunidad cristiana de Bagdad las conversaciones se desarrollaron en inglés. Una de las personas que se había acercado preguntó de dónde eran los extranjeros y cuando le dijeron que de España empezó a hablar de Al Andalus y que él había leído sobre los únicos musulmanes de Europa occidental. Siguieron hablando en árabe y después me preguntaron si me sabía el Corán, que recitara algunos fragmentos. Les dije si podía hacerlo en español y me respondió el imán de la mezquita que la palabra redactada por Alá a Mahoma no se traduce, así que me puse todo digno para decirle que actitudes como las suyas eran las que hacían daño a la propagación de la fe en España, porque hay muchas lenguas en el mundo, pero un solo Dios, que lo ha hecho todo, incluyendo las otras lenguas. Yo no sé cómo fui capaz, con mi pobre inglés de andar por casa, de mantener una larga discusión en la que en ningún momento dije que era musulmán pero así lo acabaron creyendo todos.

Unos años después de esta historia que acabo de narrar estuve un día discutiendo de religión en Argelia con un musulmán practicante. Él me achacaba que la fiesta de los Reyes Magos no es religiosa y que también nosotros añadimos a nuestra fe cosas irreales, porque si a los niños les enseñamos el cristianismo con los Reyes Magos, al descubrir lo que se esconde detrás, también descubren que toda nuestra religión está basada en engaños. Yo le expliqué que lo que religiosamente se festeja es la Epifanía, la manifestación de Dios hijo en la Tierra. No sé si me entendió, pero sí me dijo que dentro del mundo islámico existe algo parecido con motivo de la Achura, el décimo día del primer mes del calendario musulmán. Y de la misma forma que tomamos prestados a los Reyes Magos, los chiítas toman la memoria del imán Huseín para algo parecido y los sunitas cambian de costumbres según el país. Me contaba que antiguamente era tradicional comprar pequeños cuencos de barro para llenarlos de agua y dejarlos caer unas personas a los pies de otras, de forma más o menos cariñosa. Y me añadió que la Achura es en la actualidad como el día de Reyes, aunque en distintas épocas del año. Pero este año se equivocó, casi coinciden.

Yo he regalado a los lectores un relato auténtico que seguro que les ha gustado. Feliz Achura y Felices Reyes Magos.

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