A finales del pasado mes de febrero, coincidiendo con mi cumpleaños, mi hermano Ignacio vino a pasar una semana conmigo a Argel. Le había preparado una habitación, pero no necesitó nada más que las cuatro paredes, porque en su equipaje se traía todo lo necesario para acomodarse. Dentro de la maleta llevaba una colchoneta con un motor, que apenas abultaba como un par de cajas de zapatos. La desplegó, puso el motor en marcha y aquello se convirtió en una cómoda cama da casi medio metro de alto, del tamaño que los británicos llaman king size. Luego sacó sábanas, una manta térmica como la que usan los marines norteamericanos y todos los útiles de misa: crucifijo, misal, casulla, cáliz, hostias, vino y alguna otra cosa que me dejo olvidada. Era el misionero perfecto. Me recordaba a las imágenes que vemos en las películas de los curas que desde el siglo XVI hasta la II Guerra Mundial hacían sus bártulos para marchar para siempre a tierras africanas, llevando consigo varios baúles. E imagino que la realidad se semejaba más a la que yo estaba contemplando, la de viajar con lo imprescindible pero sin que falte ni un detalle. La primera noche le llevé a mi hermano a conocer un poco el centro de Argel. Paseamos por Didouche Mourad, la plaza del Emir Abdelkader, la plaza de los Mártires y todo el llamado frente de mar con los edificios coloniales blancos de la época de mayor esplendor francés. Para mi sorpresa, no le maravillaba el pasear delante de unos edificios majestuosos, sacados de su época, de los que yo no se construyen, sino la suciedad del lugar, que la plaza estuviera embaldosada como si se tratara de la cocina de una casa, que los rincones permanecieran ennegrecidos por años de limpieza insuficiente, que los gatos encontraran comida entre la basura. Aunque era casi medianoche nos adentramos algo en la Casbah y tampoco se fijaba en la belleza de la arquitectura, sino en los baldosines rotos, la ropa tendida o la gente que se vislumbraba al otro lado de las cortinas de las ventanas.
Esa visión negativa le duró tres días, en los que poco a poco fue viendo las cosas de otra manera. Una mañana en la que yo trabajaba fue de nuevo a la Casbah, con Marta y Ernesto. Estuvieron viendo los diferentes edificios del barrio, comieron sardinas en un lugar popular y pasearon como tres argelinos más. Y regresó encantado. La foto, aclaro, corresponde a la cena en la Maison del Couscous, no a la visita a la Casbah.
Como es fácil deducir del primer párrafo, mi hermano Ignacio es sacerdote. En Argelia, por obvios motivos de seguridad, no portaba ningún signo visible de su condición. Pero le ocurrió una anécdota muy especial con mis vecinos.
En mi comunidad de propietarios tengo la suerte de contar con unos vecinos magníficos, a los que echaré de menos cuando me mude, aunque me están buscando piso en los edificios cercanos para que continúe compartiendo mi vida con ellos. Pero les ocurre como a muchos argelinos creyentes, que cuando tienen cierto nivel de confianza desean ofrecer lo que para ellos es lo más valioso, su fe. E insisten en la importancia de la conversión. Cuando me pilla de malas, algo habitual los últimos meses, lo veo como una pesadez y casi un abuso de posición de fuerza cuando hay gente en las cárceles argelinas acusadas de proselitismo por propagar las ventajas del cristianismo. Pero en mi estado normal entiendo que me hablan con el corazón y que me ofrecen en realidad lo que para ellos es lo mejor que tienen, lo que da sentido a buena parte de su vida. No se trata de ganarse el paraíso gracias a mi conversión, sino a desear compartirlo conmigo. Y eso mismo ocurrió con mi hermano, con el que se comunicaban a duras penas en inglés. Él se mostró muy receptivo e interesado por la religión y eso les encantó. Y él preguntó por la posibilidad de visitar una mezquita, lo que fue interpretado como un deseo de integrarse en su mezquita, de hacerse musulmán. Yo, mientras tanto, estaba al margen de todo ello y sólo supe que el domingo por la mañana le iban a enseñar la mezquita de mi barrio, para lo que el imán había dado su consentimiento. Todo ello, francamente, me resultaba algo extraño porque yo no he tenido en todo este tiempo la posibilidad de entrar en una mezquita de Argel sabiéndose que soy cristiano y siempre que lo he hecho he actuado de incógnito, como un argelino más.
Cuando aquel domingo regresé del trabajo por la tarde tanto mi hermano como mis vecinos estaban ansiosos por contarme el malentendido que había sucedido. Un vecino había acompañado a mi hermano al mediodía a la mezquita, coincidiendo con la hora del rezo. A él le pareció normal que le invitaran a tomar parte en sus rezos y fue realizando los mismos gestos que los demás mientras rezaba sus oraciones, que evidentemente no eran las mismas que las del resto de los creyentes allí congregados. Al acabar la oración, el imán tomó el micrófono y todos hicieron circulo a su alrededor. Estuvo hablando en árabe y mi hermano suponía que le estaban presentando como visitante de la mezquita, cuando en realidad le anunciaban como nuevo miembro recién convertido, a quien desde ese momento ponían el nombre de Mohamed. Ignacio sonreía y decía a todo que sí y daba las gracias por la acogida. Dentro del grupo había un argelino que había vivido en España y que comenzó a hacer de intérprete. Así supo que le preguntaban por su conversión al Islam. Cuando respondió que él era católico, no musulmán se armó bastante revuelo. Para alguien que no vive en Argelia las discusiones en árabe parecen casi peleas, con subidas y bajas muy considerables de tono y gestos muy bruscos, de modo que una simple parece a veces una gran discusión. En esas circunstancias, mi hermano se asustó al punto de dudar de si ese día pasaría a formar parte de la legión de mártires de la Iglesia que han dado su vida por la fe. Pero recobró la calma y empezó a dirigirse a todos hablando de lo que nos une, un solo Dios Todopoderoso, la existencia del paraíso, hijos de Adán y Eva, los profetas, hacer el bien en la tierra… Yo creo que el imán debió temer porque el nuevo converso le llegara a quitar el puesto y dio por bueno que siguiera siendo cristiano. Y mi hermano volvió radiante y diciendo que hasta había tenido la oportunidad de predicar en una mezquita en domingo.
Cuento todo esto porque hoy, 7 de octubre, festividad de la Virgen del Rosario, hace veinte años de la ordenación sacerdotal de mi hermano. Y desde aquí deseo felicitarle. Algún año he ido a pasar con él esta fecha. Y tenía previsto hacerlo en esta ocasión, pero al final vamos a estar a varios miles de kilómetros de distancia. Sus proyectos pasan por repetir esa imagen de misionero en África que comentaba al principio, pero para instalarse definitiva allí donde sus servicios pueden resultar más útiles para ayudar a los niños necesitados. Mejor que explicar yo aquí su trabajo, invito a visitar la página web en la que él mismo detalla lo que ya está haciendo, lo que pretende hacer y cómo se puede formar parte de la ONGD que sustenta el proyecto: www.sosinfancia.es Además, creo que la web permite dejarle si se desea, algún mensaje. Lo dicho, Nacho, muchas felicidades. Y no te enfades mucho por publicar esas fotos.
martes, 7 de octubre de 2008
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2 comentarios:
Hola José Antonio, me uno yo también a dar la enhorabuena a Ignacio por esos 20 años.
Un beso muy fuerte, SILVIA
Casi todos los días leo con ilusión el blog, y ésto no lo había leido;muchas gracias José Antonio, gracias prima.
Han pasado ya veinte años, cuando alguien me pregunta porqué soy sacerdote explico con emoción que me enamoré de Dios.Ante la respuesta suelen calllar,cuesta entender como Dios está vivo, quiere hablarnos hacernos sentir su amor.
Tengo que dar muchas gracias porque pasados veinte años cada vez estoy más enamorado, y lo confieso, soy feliz.
Gracias por anunciar la web de SOS Infancia, os invito a que intentéis abrir el corazón y escuchar a los que no cuentan para nadie.
Un abrazo Ignacio María Doñoro
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