domingo, 31 de agosto de 2008

La tristeza del rey

Inma, que está a punto de llegar a Argel, me ha enviado una historia para que entienda que los malos momentos pasan y que mientras tanto puedo incluso encontrar una parcela de felicidad en ellos. Es Inma una persona muy vital, llena de alegría, que contagia. Y está enamoradísima del mundo islámico y con infinidad de ilusiones en la nueva etapa que abre. La verdad es que una de las cosas por las que me da rabia estar enfermo y no poder permanecer en Argel las próximas semanas es por la llegada de estas personas que contagian con su alegría y su ilusión ante el mundo que se les abre a los ojos. Es algo que a mí siempre me alimenta y me recarga las pilas.

Pero decía que me ha enviado una historia que puede ayudarme y no me resisto a transcribirla. Le he pedido permiso y dice que adelante, pero que no es suya. Sólo he hecho tres pequeños cambios. Dice así:

Conozco una vieja historia que cuenta el caso de un joven rey que no sabía que las cosas del mundo siempre están cambiando. Aunque como todos nosotros, el rey había visto pasar los días, las noches y las estaciones. No se había interesado lo suficiente en observar lo que sucedía a su alrededor. Su ignorancia, en parte, se debía a su trabajo de rey. En palacio, cualquier cosa que deseara se le daba en el acto. Nadie se atrevía a contradecirlo. Unos porque lo querían mucho y otros sencillamente porque tenían miedo de verlo enojado o porque no querían buscarse problemas. Tampoco había estado enfermo, ni siquiera conocía un simple dolor de estómago, o una fiebre o un catarrito.

Hasta ese momento el joven rey había gozado de muy buena salud. Recibía los cuidados de sus ayudantes que lo abrigaban antes de que sintiera frío y le ofrecían un buen baño, ropa ligera o abanicarlo cuando el calor era apremiante. Pero un día, sin que pasara nada fuera de lo común, el rey despertó por la mañana sintiendo una sensación rara. Era tristeza, aunque él no sabía cómo llamar a lo que experimentaba. No comprendía por qué lo afligía aquel desgano y ese deseo constante de llorar. Pero así se sintió el rey. Pidió primero ser visitado por los médicos y las doctoras de la corte. Le pidieron que sacara la lengua y dijera ¡Aaaaa!, oyeron su corazón y miraron en sus oídos, y luego concluyeron que no podían hacer nada por él, pues su cuerpo estaba perfectamente sano. El rey pensó entonces que quizá los curanderos o las yerberas tendrían algo mejor que decirle y los convocó a todos.

Ellos le aconsejaron los baños de miel, frotar un huevo por su cabeza, dar tres brinquitos antes de bañarse, poner agua a serenar con hojas de albahaca y romero, cerrar los ojos en caso de ver un gato negro, usar un collar de ajos, tomar té de canela muy caliente antes de dormir y tres cucharadas de aceite de ricino en ayunas. Pero ningún remedio surtió efecto sobre el ánimo del rey. Al final, y como última opción, alguien propuso que quizá la visita de una bruja o un mago podría ser de ayuda. Hubo un original certamen de magia en el patio del palacio. Cada uno de los participantes sacó de su sombrero alguna cosa para sorprender al rey: conejos, serpientes, lechuzas, pañuelos de colores, pedacitos de papel de colores, burbujitas de jabón y dulces. Los más expertos volaron montados en sus escobas haciendo piruetas complicadas para arrancar al rey una sonrisa. Pero todo parecía inútil.
Las comisuras de la boca del joven monarca empujaban tanto hacia abajo que comenzó a lucir pucheros a toda hora del día. Su carácter se hizo amargo, tanto, que cuando entraba en una habitación, disimuladamente y de puntitas, los presentes huían por alguna puerta lateral. Nadie quería ya su compañía. Al pobre del pastelero los nervios lo tenían tartamudo. No sabía qué hacer. Cada día, sin falta, era llamado por su majestad a la hora de los postres para recibir en sus orejas un montón de quejas. El rey se sentía igualmente infeliz si la crema estaba muy dulce como si le faltaba azúcar, incluso una cereza chueca sobre un durazno era un buen motivo para llorar o hacer berrinche.

Así de difícil era la vida en el palacio. El frío que despedía el corazón del rey pronto hizo que sus ayudantes se vieran pálidos y nerviosos. Luego el frío escapó por las ventanas y alcanzó al resto de los habitantes de la ciudad. En las calles y en las casas se hicieron frecuentes las caras tristes o enojadas, llegó el momento en que era raro encontrarse con alguna persona sonriente o amable. Se había perdido la esperanza de recuperar la alegría y esta preocupación hacía que cuando se tocaba el tema del rey, la gente terminara discutiendo a gritos. Había algunos que aseguraban que el mal del monarca se debía a un tremendo aburrimiento. Y otros decían que cuál aburrimiento ni qué ocho cuartos, que la tristeza al rey le nacía en los ojos, porque ya no era capaz de descubrir las cosas bonitas.
Cierto día, un pastor llegó a la ciudad. Traía un rebaño de ovejas para vender en el mercado. Mientras caminaba por las calles oyó, porque la gente no hablaba de otra cosa, de la tristeza del rey. Pero no tardó en darse cuenta que no sólo el ánimo del rey había cambiado, incluso los más pequeños en la ciudad se comportaban de manera extraña. En vez de correr y jugar juntos como solían hacer antes, lloraban y se arrebataban los juguetes de la mano. Sin duda, pensaba el pastor, esta especie de mal se ha extendido y ahora aflige a todos los vecinos. De regreso a su aldea, el pastor se desvió un poco de su camino para visitar a una anciana que vivía en el bosque. Quería preguntarle si su sabiduría alcanzaba a ver la cura para aquello que estaba enfermando a la gente del reino.

Ella conocía muchos secretos así es que le dijo al pastor que irían juntos a ver al rey, pero primero necesitaba mandar a hacer una joya especial con un artesano que supiera trabajar con metales y piedras preciosas. Por supuesto que el joven monarca los recibió de inmediato cuando su ayudante le anunció que una mujer anciana y un pastor se habían presentado en la puerta de palacio asegurando que traían una cura para su mal.

En cuanto la mujer sacó de una pequeña bolsita azul la joya que había mandado hacer al artesano, los presentes mostraron algo de confusión. Les parecía que era un hermoso presente, sin duda digno de un rey, pero se preguntaban de qué manera podría esa pieza curarlo. Vieron a la anciana poner en el dedo del monarca el anillo de plata fina adornado con algunas piedras de colores. En él se podía leer la siguiente frase:

“Esto también pasará”

El rey pensó que la anciana quería jugarle una broma y su mirada se ensombreció. Los ayudantes estuvieron a punto de escapar de puntitas por la puerta lateral, pero sentían una enorme curiosidad así es que esperaron. “¿Qué clase de medicina puede contener un anillo?” gritó furioso el rey. Pero la mujer le pidió un poco de paciencia y le explicó que, aunque le pareciera descabellado, podía encontrar la cura a su mal con aquel anillo. Cuando se sintiera atormentado por los pensamientos que le causaban tristeza y angustia, simplemente debía leer una y otra vez la frase impresa en el anillo: “Esto también pasará”. Y en poco tiempo llegaría el alivio.
Para sorpresa de quienes vivían en el reino, unos días después el rey se había recuperado. No es que ya nunca más sintió tristeza, esa no habría sido una cura sino otra clase de enfermedad. Sino que leyendo la frase impresa en el anillo, el joven monarca había obtenido un conocimiento precioso. Una especie de llave que le permitió observar la casa que es este mundo con nuevos ojos. Vio cómo todo, sin descanso, está continuamente transformándose. Así es que se dio cuenta que no hay en realidad qué temer, porque ninguna tristeza, ni angustia, ni miedo, ni dolor, durarán para siempre. Y también supo que sería más feliz si disfrutaba la compañía de quienes lo querían, de los juegos, de la salud, del trabajo, porque también eso, cuando llegue su tiempo, pasará.

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