sábado, 27 de diciembre de 2008

Argel, hace una década

- No te preocupes, que se arregla fácil, me dijo Mounia, que trataba como siempre de buscar el lado práctico y positivo de la situación.
- Si es que con la cerradura estropeada no podemos abrir ni cerrar la puerta de entrada. Y no tiene arreglo, mírala, hay que poner una nueva.
- Bueno, yo ahora le llamo a mi padre para que venga. Le pilla al lado, hoy iba a estar aquí, en la Embajada.
- En fin, a ver qué te dice.

Espero a que Mounia termine de hablar por teléfono, en una conversación mitad en francés y mitad en árabe. Creo haber entendido que su padre no está en casa.

- ¿Qué?
- Mi madre le pasa el recado cuando vaya a comer para que se pase por aquí. ¿Lo ves?, ya está.

Se me queda mirando, como para aportar un plus de seguridad a sus palabras. Es uno de sus gestos mecánicos, que funciona. Sabe que su mirada es natural y que aporta sinceridad. No se maquilla, le gusta ir con la cara lavada, un rasgo de su personalidad, de la misma forma que no porta velo. No le gusta coquetear, a diferencia de su compañera Yasmina, pero sabe mantener una mirada dulce y sincera. Sé que me habla de verdad, que no me miente. Y fue esa sinceridad y buen carácter el rasgo que me decidió a contratarla un mes antes.

Por aquel entonces estaba buscando secretaria. Necesitaba a alguien con carácter, inteligencia y poca experiencia. Tenía que crear mi equipo y la gente con experiencia está en general mal acostumbrada. Entrevisté a mucha gente, casi todas chicas jóvenes. Una de ellas, casi por compromiso, era Mounia. Me habló de ella el coger del Agegado de Defensa de la Embajada de España; era la hija de un empleado de la Embajada que hacía chapuzas diversas en la residencia del Embajador. Había acabado la carrera y buscaba colocación. Acepté entrevistarla casi por compromiso. Y resulté una entrevista desastrosa, para vergüenza de la propia Mounia. Se presentó acompañada de su padre y del coger de Defensa. Cuando le invité a pasar al despacho para hablar, pasaon los tres sin dudarlo un instante. Y cada vez que me dirigía a Mounia para preguntarle algo era su padre el que tomaba la iniciativa y respondía. Aquello era kafkiano. Yo veía en los ojos de Mounia el horror ante la situación, pero decidió llevarlo dignamente. La persona que yo necesitaba era alguien que en esos momentos se hubiese levantado para decir

- Lo siento, la entrevista es para mí; si no os importa, prefiero que me esperéis fuera.

Pero Mounia no era así. Y no me servía para el puesto. Sin embargo, las necesidades de personal de la empresa crecieron y necesitaba un buen empleado que ofreciera sensatez, honestidad y mucha mano izquierda. Así que unos días más tarde le llamé por teléfono:

- Buenas tarde. ¿Mounia, por favor?
- Sí, soy yo.
- Hola, mira. Soy José Antonio. Estuviste el otro día en mi oficina para trabajar con nosotros.
- Sí, gracias por llamar. Ya siento que…
- Sí, perdona, no hace falta que te disculpes. Te puedes imaginar que no te avisé porque decidí no contratar a tu padre, que fue al que entrevisté.
- Lo siento mucho.
- Sí, ya lo sé. Pero te quería decir que en unos días tengo que contratar a otra persona y quería saber si puedes venir mañana a las nueve de la mañana a hablar conmigo. Pero esta vez sola. Creo que tu perfil sí encaja en lo que estoy buscando.
- Muchísimas gracias, ahí estaré.

Ahora, cumpliendo con su papel de persona apaciguadora y eficiente, estaba buscando solución para arreglar la cerradura de la puerta de entrada a la finca. Pocos minutos después llegaba el padre de Mounia, un sujeto enjuto y nervioso, acompañado de un jovencito que rápidamente se hizo cargo del asunto y demostró ser muy habilidoso.

Pasan los años. Lo hacen demasiado deprisa. Y sin casi darnos cuenta hasta cambiamos de siglo. Aquella experiencia de crear y administrar una empresa de capital español en Argelia queda muy lejos en mis recuerdos. He regresado a Argelia, a la Oficina Comercial española. Las cosas han cambiado mucho, los expatriados de la Oficina Comercial ya no disponemos de vivienda custodiada en el edificio llamado Echo Bravo, de El Biar, de modo que acabo de pagar el alquiler de un apartamento en el barrio de Ben Aknún. Pero para entrar a vivir en una vivienda de Argel hay que realizar muchas reparaciones básicas. En mi oficina sigue trabajando Fernando, que me ofrece los datos de un fontanero:

- Es Hakim, pero tú le tienes que conocer, Doñoro.

Fernando siempre me llama Doñoro. Creo que no sabe que no me gusta, pero no lo voy a cambiar.

- No, no sé quién es.
- Trabajaba con Smail en la Embajada.
- ¿Es el barbudo que estaba aquí el otro día?
- Sí, exactamente.

Y acabé llamándole a Hakim, que hace todo tipo de reparaciones y resulta de confianza, pese a que su larga barba de hermano musulmán y aspecto descuidado no le ayuden demasiado. Me está cambiando el bombín de la puerta de entrada de casa. Me sorprende que sea capaz de pasar de la fontanería a la cerrajería con tanta facilidad. Y se lo digo.

- Vaya, sabes de todo. Fontanería, carpintería, cerrajería.
- Esto lo aprendí antes que la fontanería. Ya te cambié una vez una cerradura.
- ¿A mí?
- Sí, yo te conozco. Vivías en El Biar, al lado de la Embajada de España. Y yo cambié la cerradura de tu portal. Vine con Smail.
- ¿El padre de Mounia?
- Sí, su hija trabajaba contigo.
- Claro, me acuerdo. Pero no te recuerdo a ti.
- Yo era muy joven, no portaba barba.
- ¿Y qué es de Mounia, la hija de Smail?
- No sé.

La respuesta es un poco evasiva, se nota que no quiere hablar de mujeres.

- ¿Y su padre, Smail?
- Está paralítico. Se cayó por el hueco de un ascensor. Ahora vive en silla de ruedas.
- Entonces su hija le estará cuidando, ¿no?
- No, la hija se casó y tiene algún hijo. Pero yo no sé.

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