En Navidad las cadenas de televisión suelen modificar sus plantillas de programación para ofrecer emisiones de carácter más familiar.
Yo tengo que hacer lo mismo, olvidarme de depresiones, ansiedades, terroristas y déspotas varios. Voy a tratar de ofrecer una versión escrita de esas imágenes tituladas “onlyinalgeria” que circulan por la red. Son las anécdotas de cada día en Argelia, esas cosas que sorprenden al recién llegado, que las cuenta como si viniera de presenciar un acontecimiento único, le escuchas con una sonrisa en los labios y cuando termina su relato simplemente le dices, acompañado de una palmada en la espalda, “Bienvenue en Algérie”.
Creo que todos los expatriados que vivimos en Argelia hemos pasado por ese proceso en sus dos vertientes y podríamos escribir libros enteros de anécdotas argelinas.
Abro el fuego con una historia muy tontorrona, de luces y bombillas.
Cuando vine a vivir a mi nueva casa en el centro de Argel comprobé que las lámparas no estaban a la altura debida. No es que estuvieran colocadas muy bajas, es que eran más feas que pegar a un padre. La palma se la llevaba la lámpara del techo de mi dormitorio, un modelo Versalles, monumental, con infinidad de diamantes colgando de forma irregular, porque había perdido la mitad de ellos con el paso de las décadas… y de plástico. El complemento perfecto para la cama con dosel dorado y el cuadro en la pared de la cascada con iluminación que se encuentra uno en casi todas las casas argelinas. ¿Sería yo capaz de conciliar el sueño delante de esa maravillosa lámpara de araña versallesca? La respuesta es afirmativa, porque duermo con antifaz y porque en Argelia acaba uno curado de espanto, nunca mejor dicho.
Al cabo de tres días sustituí la lámpara maravillosa, que no quiso ni Adalino, por una de Ikea, también de plástico pero menos estridente. Todo ello para disgusto del propietario de mi casa, quizás porque le tocara en una tómbola de cuando en España lo que salía como premio era una muñeca Chochona. A Slimane le tocó una lámpara recién llegada de Versalles, digo yo.
El siguiente cambio lo ejecuté en la luz de la pared del baño, que recordaba a las de vigilia de hospitales y trenes. Posiblemente se debía a que los años no perdonan y el plástico se había tornado amarillento, casi negruzco, extraña mezcla del efecto de la exposición prolongada al calor de la bombilla y la suciedad. Le pedí al fontanero que me comprara e instalara algo que estuviera bien. Supo hacerlo de forma muy elegante, con un interruptor del que antes no disponía y un empalme algo chapucero de dos trozos de canal de conducción eléctrica que disimuló arrancándole dos ramas al árbol de Navidad y colocándolas allí. Y ahí siguen, que desde que visité el Museo Guggenheim no me atrevo a tocar este tipo de cosas por si llevan derechos de autor.
En defensa de mi fontanero-artista he de decir que resulta entrañable. Le conocí hace unos años, como cuento en otro comentario que he escrito, titulado “Argel, hace una década”, que aún no he publicado.
jueves, 25 de diciembre de 2008
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