El comentario sobre Orán, publicado hoy, lo escribí hace unos días, en la madrugada del domingo al lunes. Aquella tarde de domingo me dio el enésimo bajón, uno de los que más tiempo me han durado. Estuve a punto de salirme de misa de seis, me encontraba histérico e incapaz de concentrarme en lo que estaba haciendo. A la salida me fui a mi casa y me puse a escribir. Y, entre otras cosas, redacté tres comentarios para el blog. Luego me acerqué al cibercafé para tratar de encontrar una víctima que soportara mi estado. Necesitaba simplemente hablar, contar cosas, sentirme acompañado durante unas horas. Afortunadamente la encontré y la pobre soportó mi estado durante varias horas. A ver cuándo soy capaz de agradecérselo como se merece.
No he vuelto a leer lo que escribí en ese estado, que son los comentarios publicados los tres primeros días de esta semana, porque sé que si lo hago no me atrevo a colgarlo. Pero ese ser complicado, con ataques de ansiedad y no demasiado correcto también soy yo y me tengo que aceptar para lo bueno y para lo malo. Así que me autorizo a mí mismo a actuar, a escribir y difundir. Lo que he hecho, una vez pasada la crisis, ha sido escribir adicionalmente otros comentarios, uno ayer contando la anécdota de la gotera y éste de hoy en el que aún no sé lo que voy a contar.
La gotera, por cierto, igual que llegó parecía haberse ido, pero me ha vuelto a visitar en la madrugada. Había quedado la huella en el techo de una enorme burbuja reventada, pero nada más. Como seguía lloviendo, tomé la precaución de dejar la cama separada de la pared para no volver a despertarme con una ducha fría sobre mi rostro, si se repitiera la gotera. Y he acertado, porque de madrugada se ha desprendido una parte el lucido del techo. En fin, que además de la ducha se me brinda hasta la pastilla de jabón.
Tengo ya en la cabeza la proximidad de mi viaje para pasar las Navidades en mi casa, en Bilbao. Hasta hace bien poco pensé en viajar sólo con equipaje de mano y evitar así la larga espera de recogida de equipajes de Barajas, que las dos últimas veces me han hecho perder la conexión de autobús. Pero es imposible. Tengo que llevarme ropa de abrigo, que abulta mucho. También quiero llevar algunas cosillas típicas, como los pasteles árabes, muy apropiados para las Navidades. Tengo la “cesta de Navidad” de la oficina, que es un paquete de dátiles de medio kilo. Ayer compré un paquetón enorme de especias, para cumplir con un encargo. Y todavía estoy pensando si añadir algunas cosas más para los regalos de Reyes, aunque habré regresado antes de esa fecha a Argel. Al final acabaré facturando la maleta y tendré suerte si consigo que me entre todo en ella.
Ayer por la tarde me dediqué, al salir del trabajo, a comprar los encargos recibidos. No es agradable patear el centro de Argel bajo la lluvia, porque la mitad de los adoquines escupen agua cuando los pisas, pero no me quedaba otro remedio. Y aún me faltan un par de cosas.
Me da algo de vergüenza comentar la anécdota del día. Cuando salía de mi oficina se presentó allí el Embajador de España. Es un gesto impresionante por su parte, muy de agradecer y digno de una personalidad de su talla. Y para mí supone un gran honor y un recordatorio de la responsabilidad y la importancia de mi trabajo. Por buscar una similitud, es como si al empleado de una sucursal bancaria se le presenta el Director General en persona, o al pequeño despacho de un funcionario acude el mismísimo ministro. Y lo hizo a la hora a la que los demás ya pensábamos en el fin de nuestra jornada laboral. El caso es que no le reconocí y me limité a ofrecer un mecánico buenas tardes. Creo que ni le estreché la mano. Supondrá que soy un maleducado, porque tan malos fisonomistas como yo son difíciles de encontrar.
Me parece que es un gran detalle por parte del Embajador de España el de desplazarse a nuestra oficina. En el mes que llevo reincorporado al trabajo es además la segunda vez que lo hace. La primera yo no lo conocía y pensé que se trataba de un empresario español cuando entró en mi despacho, pero ayer ya no tenía disculpa.
Francamente, en mi vida he tenido despistes mucho más graves que ése de ayer. Hace ya bastantes años solía bromear con mi madre a darle un tirón del bolso, cosa a la que ella jamás encontró la gracia. Una vez me encontré con mi madre por la calle, le quise gastar la misma broma… y en su gesto de horror descubrí demasiado tarde que aquella pobre señora, víctima aterrada de la delincuencia juvenil de la época, no era quien yo pensaba. Creo que alguien que no reconoce ni a su propia madre puede merecer el título de mal fisonomista.
El despiste de ayer me marcó para el resto de la jornada. Pensaba acercarme a conocer un negocio que acaba de abrir en el centro de Argel y que pertenece a una franquicia española, andaluza para más señas. Lo descubrí por causalidad hace unos días, cuando estaban a punto de abrir la tienda. Dudé si entrar para recabar información y una de las personas que estaba dentro se me quedó mirando. Tuve la sensación de que me conocía, pero yo no fui capaz de identificarle y opté por continuar mi camino. Ayer pasé de nuevo por delante, como había previsto, pero no hice ademán de entrar; con equivocarme de Embajador ya había tenido bastante. Acudiré otro día, porque es un tema que rompe muchos de mis esquemas.
miércoles, 17 de diciembre de 2008
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