jueves, 20 de noviembre de 2008

Crónica de un regreso

No es la primera vez que viajo a Argelia. Lo he hecho infinidad de veces en mi vida, demasiadas como para llevar la cuenta. Creo que en lo que va de año esta de hoy ha sido la sexta vez que aterrizo en Argel. Pero tiene el carácter especial de que llego con la ilusión, con los miedos y con la esperanza del primer día. He estado enfermo durante más de tres meses y ahora me lo tomo como un nuevo reto en mi vida, con el deseo de disfrutar de una estancia en un país que se parece muy poco a todos los demás.

Me ha parecido interesante contar mi experiencia del viaje abstrayéndome del hecho de que ya he estado anteriormente, sencillamente porque lo he vivido como una novedad. Me he dado cuenta de eso cuando en el taxi que me traía a la ciudad desde el aeropuerto miraba los edificios y los carteles como si fuera la primera vez. Hasta el taxista se ha dado cuenta y ha empezado a explicarme algunos lugares.

Pero empiezo por el principio del viaje, a la salida de la consulta del médico tras decirle que quiero intentarlo y venir a trabajar. Lo primero fue enviar dos mensajes cortos de texto con el móvil. Y luego buscar el vuelo más rápido posible. Disponía de un billete abierto emitido por Air Algérie, pero que sólo vuela entre Madrid y Argel los martes y los sábados. Resultaba imposible llegar a tiempo al vuelo del martes y no quería perder cuatro días más antes de volver, así que me puse a localizar billete de avión en todas las compañías posibles.

Viajar a Argelia debe estar de moda, porque todas las opciones que comprobé salían carísimas, supongo que en buena parte motivadas por mi elección de viaje de vuelta en Navidades. Finalmente tuve suerte y encontré una buena combinación de Lufthansa vía Frankfurt, con salida de Bilbao el miércoles por la tarde.

Ayer, miércoles, era el día de mi vuelta. Me levanté un poco tarde, porque me había pasado la noche tratando de enviar mensajes de ayuda a una amiga valenciana y para cuando empecé a hacer la maleta casi estaba amaneciendo. Después de desayunar, algo que desde que tomo la medicación para la hipertensión no perdono nunca, acabé de preparar los últimos detalles y me leí tranquilamente la prensa del día.

Mi madre había preparado una paella como despedida; ella sabe que le sale riquísima y deseaba decirme hasta pronto de esa forma. Luego, con la sensación de estar viviendo los últimos minutos, bajé al locutorio del saharaui que está debajo de casa, para lo que yo pensaba que iban a ser cinco minutos; pero me encontré con más de una treintena de correos y otros cuantos más que fueron llegando durante mi conexión. De nuevo tuve que responder a tres personas que requieren estos días mi atención y volví a casa con el tiempo justo de salir hacia el aeropuerto.

Cuando estuve el martes en el médico me recetó además una pomada contra la rinitis alérgica que estoy padeciendo, pero con los preparativos del viaje había olvidado comprarla. Y como el aeropuerto de Bilbao no tiene farmacia, tuve que ir hasta el pueblo más cercano, Derio, a adquirirla. Luego, justo antes de embarcar, realicé una llamada de despedida y envié seis mensajes cortos de móvil.

Llevaba tiempo sin volar a Frankfurt. La última vez que lo hice, regresando de unas vacaciones en la ciudad rumana de Constanza, aproveché para visitar la ciudad y me equivoqué de tren al regresar al aeropuerto, de modo que casi pierdo el avión. Ayer no estaba para estas tonterías y tras dos horas largas de vuelo desde Bilbao enfilé los pasillos de la Terminal 1 del aeropuerto de Frankfurt hacia la puerta de embarque de Argel sin más dilación que la parada en el duty-free para proveerme de alcohol. Tenían degustación de whisky y les resultó extraño que no quisiera probar ninguno pese a estar ahí comprando; debe ser que en Alemania sólo invitan a tomar en casa lo que al anfitrión le gusta. Yo también lo hago, pero saco algo más que Coca Cola a las visitas. Por cierto, no encontré pacharán, como me temía; y dado que no me había atrevido a comprarlo en Bilao por miedo a que luego no me lo dejaran embarcar en el siguiente vuelo, las visitas ya están advertidas de que sólo me queda media botella. Y ni gota de crema de orujo.

En el control de pasaportes tuve algún problema debido al mal estado de mi pasaporte. Inicialmente me dijeron que tenían que consultar si era válido y vino un responsable de policía. Cuando mostré la residencia en Argelia y expliqué que el nuevo pasaporte me está ya esperando en la Embajada española de Argel me franquearon el paso. Creo, de todas formas, que si en lugar de tratarse de un pasaporte de servicio hubiese sido uno ordinario, a estas alturas estaría tratando de conseguir un nuevo pasaporte en el Consulado español de Frankfurt, si esa gestión es posible.

En la puerta de embarque me aseguraron que nuestro vuelo saldría “on time” y, efectivamente, embarcamos a la hora prevista. Además, no íbamos más de 30 personas en un Boeing 737-300 de unas 120 plazas, de modo que el embarque fue rapidísimo, ni cinco minutos. Pero surgió algún problema técnico o mecánico de esos de los que es mejor no enterarse y los mecánicos alemanes estuvieron más de una hora dentro de la cabina y con todo el pasaje sentado. Me dio tiempo para echar un vistazo a mis compañeros de viaje. Mientras que en los vuelos de Air Algérie la mayoría de la clientela es argelina y en Iberia llama la atención la cantidad de hombres de negocios de ambas nacionalidades, la mayoría de los viajeros de este vuelo de Lufthansa tenía pinta de ser operarios de empresas europeas trabajando en Argelia.

Debido al retraso yo tenía un hambre canina cuando sacaron a pasear el carro de la cena. Afortunadamente, la comida de Lufthansa no tiene nada que ver ni con la bazofia que suele ofrecer Air Algérie ni con el robo descarado de Iberia. Nos ofrecieron, sin ningún coste adicional, unos ravioli como plato único y una tableta de chocolate Milka. Para beber solicité una Coca Cola Light. La sorpresa me llegó cuando unos diez minutos después se me acercó la azafata y me preguntó “Do you want another Cola Diet, don’t you?”, vamos que daba por supuesto que me tomaría otra Coca Cola Light, aunque la llamara “cola diet” en lugar de ”diet coke”. ¿Habrá llegado mi fama tan alto? Y escribo lo de tan alto porque volábamos a más de diez mil pies de altura, que den ser muchos metros. No voy a contar si acepté o no la oferta, creo que nadie guarda ninguna duda al respecto.

A la una y cuarto de la mañana el éxtasis. En una noche muy clara de luna en cuarto menguante el avión se adentra en el espacio de la bahía de Argel, muy probablemente una de las más bonitas del mundo. De día tiene el problema de que a la vez se contempla la suciedad, el estado de abandono de algunos lugares, el desorden urbanístico. Pero la luz artificial de la noche esconde todo eso. Habitualmente los aviones toman otra ruta y tras alcanzar la costa la bordean hasta llegar a la altura del aeropuerto, pero ésta, es la primera vez que recuerdo haber entrado a Argel de frente por la bahía hacia Bab Ezzouar.

Hasta hace poco los taxis del aeropuerto cobraban mil dinares durante el día y mil doscientos por la noche en los recorridos entre el aeropuerto y la ciudad. Pero últimamente han conseguido que la policía impida el trabajo de los llamados clandestinos y la menos competencia les ha permitido subir los precios, que ahora son de mil doscientos y mil quinientos respectivamente. Aún así, siempre hay que negociar y no aceptar el “pas de problème”, que no es un precio sino un intento seguro de aprovecharse.

Tanto tiempo fuera ha debido volver a ponerme cara de “gueuri”, de guiri, porque todos pretendían cobrarme en euros. Ni mezclando francés con árabe me tomaron por moro local, qué se le va a hacer. Al menos me llevé de premio ser llevado en el taxi más desastroso y destartalado de Argel, que por otra parte es lo que se encuentra habitualmente por el resto del país. Dos cristales astillados, las manillas de las puertas sujetas con maderas, un asiento que no es tal, el cambio de marchas con una barra metálica, un bolígrafo sujetando mi ventanilla para hacer palanca sobre la visera del cristal, el cuentakilómetros que no funciona, el interior de las puertas desaparecido, el maletero que no abre... Podría seguir, pero quizás lo más interesante es que al ponerse a rodar aquello sonaba como un carro de supermercado. Y es que también tenía los rodamientos estropeados. Yo no sabía si llegaríamos a Argel, porque además marcaba todo el tiempo la alarma de falta de gasolina, aunque me imagino que no era más que otra cosa que tampoco funcionaba.

Con un transporte tan divertido me planté en mi casa y ¡eureka! Los vecinos no sabían de mi llegada porque el ascensor funcionaba. Y, al subir a casa, lo mejor. Pero eso lo dejo para otro día.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esta vez va a ser de pelicula; y de las mejores, inchallah !

Hamid