sábado, 22 de noviembre de 2008

Segundo día, viernes

Pasó mi primer viernes en Argel, día de descanso semanal. Y un asco.

Pensaba hacer un repaso diario y detallado de mi regreso a Argel, con la sola salvedad de omitir referencias a personas que supongo que prefieren no ser citadas. Pero cuando uno tiene un mal día no conviene regodearse en los peores momentos y revivirlos; es mejor pasarlos por alto.

Dormí finalmente en mi cama, tras quitar con cuidado todas las maderas del mueble y la tornilleria auxiliar que lo cubrían. Coloqué incluso sábanos y la falta del edredón, que está dentro del coche, guardado en otra parte de la ciudad, la suplí con el saco de dormir.

Me despertó Omar, que había dormido en mi casa, para decirme que el propietario y el operario de una empresa pública que dirige un amigo de mi propietario (sí, las cosas aún funcionan así en Argelia) estaban llegando. Mi puse la gandora, que es una especie de chilaba de tela fina que muchos visten los viernes cuando acuden a rezar a la mezquita, y empecé mi jornada de bricolaje doméstico. No tardé mucho en darme cuenta de que estaba más excitado de lo normal y con pocas ganas de resultar agradable. Por eso, cuando se me acabaron las pilas me duché y le propuse a Omar bajar a desayunar a la calle. Él ya lo había hecho antes y tuve que insistir un poco para que se viniera.

No hace mucho que conozco a Omar. En realidad ayer fue el cuarto día que le he visto. Nos une un amigo en común, en la distancia, que me lo presentó. Para alguien que llegara nuevo a Argelia resultaría exasperante, porque despliega todas las características de los buenos argelinos. Es muy buena persona, fiel, voluntarioso hasta el extremo y muy prudente para no molestar incluso cuando se siente ofendido. Y como tiene bastante desarrollado ese sentimiento argelino del orgullo, es fácil incomodarle de manera involuntaria. Decía lo de exasperante porque sus razonamientos llevan su propio ritmo, que si se le rompe se acaba ofuscando. De ahí es imposible sacarle; al menos yo aún no lo he logrado.

Tras desayunar le indiqué a Omar que necesitaba acudir a un locutorio para conectarme a Internet. Precisaba ya a esas horas sentirme querido y leer algún correo que de alguna forma me reconfortara, o que al menos me contara algo trascendente. No pudo ser, porque al poco de llegar me advirtieron que se acercaba la hora de la oración del viernes y todo, absolutamente todo, cierra durante esas dos horas. Tuve el tiempo justo de escribir el correo más importante e incluso de recibir una respuesta tan escueta pero a la vez cargada de contenido como la mía.

Intenté quedar para salir a comer. Lo necesitaba. Aún estoy esperando a estas horas la continuación de un “luego te llamo”, porque el hecho cierto es que me quedé sin comer y esperando a quien creía que estaba viniendo a recogerme.

Mientras acababa de montar el mueble de mi dormitorio apareció detrás de la cama una araña, que inauguró el insecticida. A mi propietario aquello le pareció un crimen injustificado de un indefenso animal que, alegó en su defensa, había salvado al profeta Mahoma en una cueva. Como le respondí, ya pueden ir aprendiendo las arañas del barrio que donde las indultan es en la mezquita que tengo cerca, pero no en mi casa.

Con pequeñas anécdotas como esa siguieron los trabajos de bricolaje en casa hasta que poco después de la cuatro de la tarde me quedé ya solo. El resultado, si lo miro fríamente, es bastante positivo, porque tengo la cama y el mueble montados y la previsión de que me limpien la casa para colocar muchas más cosas en su sitio.

Las horas siguientes las pasé colocando la ropa en el armario. Cada vez que veo el despilfarro que supone la cantidad de ropa que tengo me asusto. Nadie necesita más de cincuenta pares de calcetines, infinidad de zapatos, sesenta y una camisas o camisetas (las he contado), ropa interior sin estrenar para varios años, cinco chaquetas, seis bañadores, tres paraguas, dos bufandas,… Es normal que las cosas no me quepan en casa. Y ante el agobio de no dejar de guardar cosas, iba sintiéndome cada vez peor. Opté por dejarlo todo como estaba y pensar en mi. Lo único salvable de las horas siguientes es un largo paseo y una cerveza compartida en camaradería en el Hotel El Djazair. Claro que al final exploté y los platos rotos los pagó el maitre de un restaurante de comida rápida. Lo cuento, pero prefiero no recibir comentarios sobre ello.

Hacia las diez de la noche me acerqué a una pizzería de Didouche Mourad para comer un kebab. Lo pedí sin verduras y en un plato y el cocinero me ofreció subir a tomarlo al piso superior, que en esos momentos se encontraba vacío. La idea pareció no gustar a otro camarero, a quien iba a tocar atenderme escaleras arriba. Tras pensárselo un buen rato acabó subiendo para decirme que me sentara en el piso inferior, porque en ese de arriba olía al insecticida que habían aplicado poco antes. La verdad, yo no sentía ningún olor y el piso inferior sólo disponía de dos mesas pegadas al mostrador, así que le agradecí la oferta, pero insistí en que prefería quedarme arriba. La “oferta” no era tal, me reiteró que cogiera mis cosas y bajara al piso de abajo. Así lo hice y me colocó un plato en una mesa ya ocupada por dos personas. Ante esa situación, le dije en voz alta que no había acudido a compartir mesa con dos personas desconocidas y que la alternativa era o sentarme de nuevo arriba o marcharme, ante lo que cedió y volví a recuperar mi asiento inicial.

El segundo salto se produjo con las bebidas. Como no tenían Coca Cola Light, opté por una botella grande agua mineral. El concepto “grande” es siempre relativo, lo que quizás explica que se me presentara con un botellín individual. Yo estaba ya desatado y rechacé la botella diciendo que si tenía otra más grande que la tomaba, pero que si sólo las tenía de ese tamaño que no bebería nada. Y conseguí mi botella de litro y medio.

Y el tercer asalto fue el definitivo. Subió el camarero por quinta vez con un plato grande en la mano que contenía un buen montón de patatas fritas que llenaban media fuente, mientras que la otra mitad se repartía entre una ración de arroz y algo de carne colocada sobre dos rodajas de peinillo y otras dos de limón. Aquello no era un kebab, evidentemente, y así se lo hice saber al camarero, que no se trataba de mi comida. El me señaló los trozos de carne asegurándome que sí era kebab. Y le respondí que quería exclusivamente el kebab, al que por cierto le faltaba cualquier tipo de salsa. La nueva respuesta, que ya no tenían ninguna salsa, fue suficiente para levantarme y marcharme. Más tarde caí en la cuenta de que lo hice sin pagar el agua que había empezado, pero estaba indignado hasta el extremo.

Lo primero que hice al salir fue buscar de nuevo un locutorio para intentar hablar con alguien por Internet. En esta ocasión mandé bastantes correos, hasta que comencé a sentir mareos, síntoma de una bajada de tensión y me escapé a comer algo. Tras beberme un litro de bebida y picar unos cacahuetes me puse a caminar de manera casi inconsciente hacia la Casbah. Y allí entré en un restaurante popular en el que los pocos que estaban dentro parecían recién llegados de la orar en la mezquita. El empleado del local era todo amabilidad y sencillez. Aunque lo que servía a esas horas era sólo bocadillos, se ofreció a hacerme un plato combinado de acuerdo con mis gustos, que podrían resumirse en todos los ingredientes del llamado completo pero sin lechuga. Y realmente lo logró.

Para volver a mi casa investigué los caminos de una parte de la Casbah y traté de cruzar por encima del llamado Palacio de Gobierno, pero la distribución urbanística de la zona es muy mala y creo que no existe medio de atajar sin tener que subir y bajar dos centenares de escaleras.

Y así, resumiendo y cortando lo que no merece la pena recordar, sobre todo a partir de medianoche, finalizó mi segundo día de estancia en Argelia.

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